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LA TABERNA DEL DIABLO
No sé las veces que he pasado de largo por este pueblo sin reparar apenas en él. Es pequeño, vive recostado en la ladera de una colina roma y está relativamente cerca del mío. El año pasado, cuando despuntaba el verano, pasé por aquí y no me resistí a echarle un vistazo. Conduje despacio hasta donde pude y el resto lo hice a pie hasta la cumbre de la colina que como un Gólgota pelado corona el pueblo.
Debo admitir que la vista que se me ofreció me cautivó al instante. Era un monumento a la asimetría y al caos. Describir de forma minuciosa esta demencial cartografía no es oficio para mí, aunque quizá lo sea para un geómetra avezado que no le guarde temor a la locura.
Cuestas arriba que luego son abajo, escalonadas o cuesta pura para evitarse en los días de lluvia. Calles que empiezan paralelas y que luego se resuelven divergentes. Otras, o las mismas, que se cruzan rectas u oblicuas en esquinados imposibles. Estrechos callejones orientados en sabiduría para que el sol del verano solo mese el empedrado por poco rato. Otros, sin embargo, orientados a la contra para ahuyentarse de la sombra. El laberinto de una antigua judería en la que nunca falta una calle que desemboque en sí misma, como símbolo de la endogamia perniciosa de las gentes que la fundaron. Una iglesia de piedra, demasiado grande, edificada sobre la profanación de una mezquita o sinagoga, de estilo indefinido, carente de torre y con una escueta espadaña de tres campanas de escaso porte. Reparé en los campos aledaños y me extrañó el color amarillo de la hierba seca y el tener perdida la memoria del surco por abandono de cualquier labranza. Parecía que la tierra se hubiera vuelto estéril e incapaz de germinar hasta las semillas silvestres. Estábamos en primavera y para recrear la vista en el color verde había que remitirse a un horizonte lejano.
La bajada me resultó penosa por el empedrado imposible y la pendiente de unas calles que aparentaban estar desiertas. La poca gente con quien me crucé fingió no verme. Las casas cerradas a cal y canto, la mayoría aherrojadas de cerrojos y cadenas al arresto de grandes candados carcomidos de óxido y con el ojo de llave cegado con barro seco. Moscas, miríadas de moscas, incordiaban hasta la exasperación y solo me abandonaron con la socaliña del hedor de alguna miseria a la que cubrían con un manto negro. Una rata casi albina me escoltó en el camino hasta que se hurtó de mi vista antes de llegar al coche. Estaba extenuado, sudoroso y mi garganta encartonada por la sed. Todas las fuentes que vi estaban secas y parecían haber estado así de siempre. Cuando llegué a la plaza orillé el coche frente a la taberna, entré y mis ojos tardaron en hacerse a la penumbra.
El tabernero, un individuo obeso de cara redonda y ojos bóvidos, me sirvió una cerveza sin yo pedírsela y que apuré al instante cuando ya me había puesto otra. No reparé en los detalles de aquel antro porque mi atención quedo atrapada en los parroquianos que poblaban las mesas y que, hieráticos jugaban a las cartas. Todos se parecían entre sí en sus gorras mugrientas, en sus ojos húmedos enramados de sangre, en sus rostros arrugados y la expresión quieta como tallados en terracota. Aunque parecían no mirar a ninguna parte, ni siquiera prestar atención a los naipes que tenían en las manos, sentía sobre mí el peso malsano de sus miradas furtivas. Observé durante largo rato aquel extraño panorama que se me ofrecía y me hice preguntas que quedaron colgadas en mi mente sin ninguna repuesta coherente. Solo me pareció que, cualquiera de ellos, podría inspirar un personaje sórdido de Poe o de Hugo, hasta el tabernero podría representar con decoro al hermano bastardo y parricida de los Karamazow. Llegué a la conclusión de que no sabían a qué jugaban ni lo que se jugaban porque el azar estaba ausente. Solamente estaban fingiendo un juego para fingirse a sí mismos. Hasta que no salí a la calle y respiré el aire fresco, no me di cuenta de la atmósfera pestilente que había estado respirando. Salí convencido de que detrás de aquellos rostros impenetrables se escondía un enigma y que algo me empujaba a descubrirlo con todas mis fuerzas.
Subí al coche en el momento en que otro, de la misma marca y modelo que el mío, paro delante de mí. De él bajó un hombre de casi mi misma edad y estatura. Alguien le ha había gastado la broma de colgarle un cartel en la espalda en el que podía leerse sit tibi terra levis (que la tierra te sea leve). Era un epitafio de uso común en las tumbas romanas y que, para disfrutarlo, había que estar muerto y el hombre que se dirigió a la taberna estaba vivo y su andar era firme y vigoroso.
Inicié el camino y en las dos horas que me llevó el regreso, analicé las causas de mi fascinación por aquel pueblo sombrío del que me sentía apresado y no encontré ninguna. Sabía que, en adelante, la visión del laberinto de calles y de la maldita taberna, transitarían por mis sueños haciéndolos pesadillas. La intención de volver se instaló en mí como una promesa. Quería saber la suerte del hombre que llevaba a cuestas un epitafio latino, quería descubrir el enigma escondido detrás de los rostros de terracota para luego contarlo y contar lo que pase y me pase, porque en aquel lugar siniestro podía pasar cualquier cosa y, en cada instante que llega puede cumplirse un mal presagio.
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