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Isabel Fletes

Hay para matarlo

En ocasiones (no, no veo muertos), odio el móvil, en especial el de mi colega Sandra, que nunca está operativo cuando se le necesita. Ese cacharro del demonio que nunca suena cuando debería, que se ahoga en un poco de vapor, y tiene menos autonomía que los mecheros del “Todo a 100”, nos ha convertido a todos en obsesivos compulsivos; o ¿acaso usted no mira inmediatamente a su “chiquitín” en cuanto escucha cualquier sonido parecido a una gaita por si ha cambiado su linda pantalla de color, iluminándose tal que la “luciérnaga curiosa...” del bolero?; y cuando se encuentra en un sitio público donde los sonidos se confunden, ¿no abre el bolso o la funda compulsivamente para comprobar si algo ha alterado el estado de “stand by” de su prolongación manual-auditiva  en los últimos cinco minutos? Las zonas sin cobertura nos vuelven vulnerables, nos irritan, son como agujeros negros donde no existimos para lo otros. Y es un trastorno contra el que no podemos combatir: antes olvidarnos cambiar las pantuflas por los zapatos para salir de casa, que olvidar el móvil en la encimera del cuarto de baño: ¡cómo imaginar dejarlo voluntariamente!

Tema escabroso, es el de la llamada esperada, y nunca recibida: ese trabajo hecho a tu medida, esa fantasía que puede hacerse realidad, esa persona a la que le toca dar el siguiente paso y, parece ser, que no lo va a dar por voluntad propia... Y tú, con tu móvil a todos lados no vaya a ser que suene y te encuentres a cinco metros de distancia y no lo escuches, esperas, y esperas, y finalmente desesperas, y agarrarías el teléfono y lo estamparías contra la pared, pero no lo haces, no sea que vayan a llamar. Y de repente, el bicho suena y salta, o incluso hace piruetas, y es quien esperabas, y desaparecen por arte de Nokia, Siemens, Alcatel, o Quien-Sea, las ganas que tenías de matar al mensajero. Sí, del amor al odio hay, en efecto, un “ring-ring” muy estrecho, en el que no cabe la indiferencia.

 ¿Cómo elige usted su móvil? ¿Qué criterios rigen su decisión? Yo he estudiado el fenómeno, y he llegado a la conclusión de que la mayoría de nosotros lo elegimos como un elemento más del vestuario, como unos pantalones o una camiseta. Lo primero, a ser posible, debe ser de marca, para que no digan. Luego, debe tener un diseño innovador y atrayente, como nosotros mismos. Por último, debe ser muy pequeño muy pequeño (esto más que equipararlo al pantalón, lo pone al nivel de esas faldas que son tan “in” ahora), para que noten que es de lo más moderno, y si puede enviar fotos, y películas, y faxes, y correo electrónico, y llevarte la agenda al día, has encontrado eso que faltaba en tu vida y no sabías exactamente qué era ni cuándo llegaría. ¡Pero, si aún no te aclaras con los botones del ratón del ordenador, adónde vas con eso, que sólo lo vas a poder usar para llamar y recibir! Y si ahora nos ponemos a hablar de los complementos para el móvil como el  “pinganillo”, aunque esto me gusta, porque da la sensación de que estamos todos medio idos, hablando solos por la calle, a gritos y gesticulando; las carátulas intercambiables, que visten a tu “chiquitín” “superfashion” y hacen juego con tu indumentaria o las fundas riñonera-colgante-antihumedad. Total, que al final te sale más caro que un hijo “pijo”. ¿Hay para odiarlo o no hay para odiarlo?

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